Brasil, donde se habla portugués, se ha convertido en la única alternativa aunque los venezolanos no encuentren muchas comodidades allí.
PACARAIMA, Brasil (AP) — Hambrientos y desahuciados, decenas de miles de víctimas de la implacable crisis política y económica en Venezuela están probando suerte en Brasil, un país donde no conocen el idioma, con peores condiciones y donde pocas localidades fronterizas los reciben.
Muchos llegan débiles a consecuencia del hambre y sin dinero para alojarse en un hotel, para comparar comida o el boleto de nueve dólares hasta Boa Vista, la capital del estado brasileño de Roraima, conocido en los círculos de venezolanos como un lugar que ofrece tres comidas al día. En docenas de entrevistas realizadas a lo largo de cuatro días, muchos dijeron que en el último año no habían tenido más de una comida diaria.
Algunos vestían prendas que les venían anchas, tenían la cara demacrada y complicaciones médicas que iban desde niños con sarampión a diabéticos sin insulina.
Kritce Montero intentaba calmar a su hijo Héctor, de seis meses, que lloraba de hambre incluso tras ser amamantado mientras su familia y otros cientos de venezolanos esperaban para ser procesados en la frontera.
Montero, que dijo que perdió 26 kilos (57 libras) en el último año al alimentarse solo una vez en el día, viajó con Héctor y su hija de siete años durante 18 horas en autocar desde Maturín, una ciudad en el noreste de Venezuela. Tras pasar la noche durmiendo al aire libre en Pacaraima, una polvorienta localidad fronteriza en el Amazonas, tomaron otro bus para recorrer 210 kilómetros (130 millas) más hasta Boa Vista.
“Estamos desesperados. Ya no podíamos comprar comida”, dijo Montero, de 33 años, agregando que hace meses que Héctor no tenía fórmula o pañales.
Aunque los venezolanos emigraron en masa en los últimos años, hasta hace poco Brasil había recibido a relativamente pocos. Cientos de miles se fueron a Colombia, pero las autoridades de esa nación, como otras en Sudamérica, están reforzando sus fronteras.
Brasil, donde se habla portugués, se ha convertido en la única alternativa aunque los venezolanos no encuentren muchas comodidades allí.
Hace poco, Militza DonQuis, de 38 años, estaba sentada debajo de un árbol a un lado de la principal carretera de Pacaraima. En los dos meses desde que ella y su esposo llegaron desde Puerto Cabello, no lograron encontrar trabajo. Sin dinero, no podían tomar el bus a Boa Vista, por lo que dormían en la calle y buscaban comida durante el día.
“Esto es horrible”, dijo DonQuis entre lágrimas. En los dos meses que lleva en el país no pudo enviar dinero a sus hijos de 12 y 14 años que dejó con una hermana, añadió.
Ante la imposibilidad de comprar un boleto de bus, José Guillén, de 48 años, y su esposa July Bascelta, de 44, decidieron comenzar el viaje a Boa Vista de noche a pie, con sus mellizos de nueve años Ángel y Ashley, por una carretera rodeada de bosque.
“Dios proveerá“, dijo Guillén al ser preguntado por cómo se alimentaría la familia durante un periplo que podría tomar cinco días.
Tras caminar 6 kilómetros (4 millas), un conductor brasileño paró y aceptó llevarlos hasta Boa Vista, donde la situación es posiblemente más desesperada. Miles de venezolanos viven en las calles de la ciudad. Duermen en tiendas de campaña y en bancos en céntricas plazas, tomaron edificios abandonados o se alojan con docenas de personas más en pequeños departamentos.
En el mayor de los tres albergues de la ciudad, Tancredo, hay 700 huéspedes a pesar de estar equipado para 200. Niños medio desnudos caminan por el antiguo gimnasio mientras grupos de hombres y mujeres hablan sobre sus esperanzas de encontrar trabajo y se preocupan por la familia que dejaron en su país.
Charlie Iván Delgado, de 30 años, contó que llegó a Brasil hace varios meses con la esperanza de ganar suficiente dinero para poder casarse por fin con su novia desde la secundaria. Pero cada vez que llamaba a su casa en El Tigre, escuchaban que la situación empeoraba y que sus tres hijos de nueve, cinco y un año tenían siempre hambre. Así que decidió abandonar sus planes de boda y llevar a su familia con él.
“Los niños hoy en Venezuela no piensan en jugar con sus amigos o en lo que querrán estudiar” en la universidad, dijo Delgado, sentado con sus hijos y su pareja en una tienda. “Se trata más de ¿qué voy a comer hoy?“.
Aunque el albergue les ofrece tres comidas al día, las perspectivas de la familia son sombrías.
Este árbitro de futbol solo ha podido dirigir un puñado de juegos en zonas rurales a las afueras de Boa Vista, los niños no están escolarizados y es difícil imaginar cómo podrían abandonar el albergue.
Las autoridades brasileñas estiman que en Boa Vista viven 40.000 venezolanos, más del 12% de la población de una ciudad que ya era pobre y no podía ofrecer muchas oportunidades a sus residentes.
La mayoría llegaron en los últimos meses, ejerciendo una intensa presión sobre el sistema de salud público, las prisiones y las organizaciones de voluntarios e iglesias que soportan la mayor carga cuando se trata de alimentarlos.
Llegan a trabajar por hasta siete dólares diarios en cualquier cosa, desde la construcción a jardinería, lo que tira de los salarios a la baja, señaló la policía. Para muchos, ofrecerse a trabajar por menos dinero no es suficiente: varios de los entrevistados contaron que en muchos lugares les dejaron claro que no contratarán a venezolanos.
Milene da Souza, que forma parte de un grupo de voluntarios que sirve comida periódicamente, señaló que muchos brasileños están cada vez más molestos con la situación.
“Brasil tiene ya muchos problemas”, dijo. “Roraima tiene sus propios problemas”.
El mes pasado, el temor a disturbios violentos se intensificó cuando un pirómano prendió fuego a dos casas llenas con migrantes venezolanos, hiriendo a docenas, varios de ellos de gravedad. Un hombre natural de la vecina Guiana fu detenido y, según la policía, el ataque estuvo motivado por la ira hacia la comunidad venezolana en la ciudad.
En la Plaza Simón Bolívar, que toma su nombre del líder de la independencia de Sudamérica que inspiró la “revolución socialista” del fallecido expresidente venezolano Hugo Chávez, cientos acampan en tiendas o simplemente duermen al raso sobre el pasto. Cuando llegan camiones con comida, cientos corren hacia ellos, peleándose entre sí para conseguir algo de comida antes de que se acabe. Los ánimos se tensan cuando los hombres acusan a mujeres y niños de aprovecharse para recibir raciones extra.
El gobernador de Roraima declaró el estado de emergencia para liberar fondos para el sobrepasado sistema de hospitales públicos, donde según las autoridades ocho de cada 10 pacientes proceden de Venezuela. El mes pasado, el presidente del país, Michel Temer, canceló su agenda durante el Carnaval para una visita urgente a Boa Vista.
Pero para los residentes, los planes del gobierno federal, que incluyen construir un hospital de campaña en Pacaraima y reubicar a algunos miles en ciudades más grandes, no son suficientes. Entre el 1 de enero y el 7 de marzo de este año, 27.755 venezolanos cruzaron a Brasil desde Pacaraima. Las autoridades estiman que en la actualidad hay al menos 80.000 venezolanos en el país, la mayoría en el estado de Roraima.
Brasil, el mayor país de Latinoamérica, tiene una de las políticas migratorias más inclusivas de la región. Los venezolanos pueden cruzar la frontera con apenas una tarjeta nacional de identificación, un salvavidas para muchos que dicen que obtener un pasaporte en su país se ha convertido en una tarea imposible. Muchos inmigrantes sin identificación pueden mostrar un certificado de nacimiento para ingresar si solicitan y obtienen el estatus de refugiado.
Ser declarado “refugiado” puede ser problemático porque este tipo de migrantes no pueden regresar a su país. El presidente, Nicolás Maduro, los ha calificado de “traidores” del estado.
Pero muchos dicen que mientras Maduro siga en el poder no tienen razón para volver.
Pese al vertiginoso aumento de la inflación y al colapso de muchos negocios, Maduro se ha negado a permitir la entrada de ayuda humanitaria al país. Niega que haya una crisis y sostiene que la ayuda internacional llevará a una intervención extranjera.
“La solución de Maduro es que nos comamos unos a otros”, dijo con ironía Diana Mérida mientras lava su ropa en un río de Boa Vista. Mérida, de 34 años y de Maturín, dijo que recientemente envió tres dólares a su hija de 16 años y a su hijo de 11, lo que les permitirá comprar algo de arroz.
Aunque tuvo que vender café durante tres días para lograr ese dinero, fue más de lo que podría haber ganado como vendedora de ropa en su país.
En la Plaza Simón Bolívar, Kritce Montero estaba sentada con su bebé Héctor, que ahora llevaba pañal y pasó los dos últimos días alimentándose con fórmula, todo donado por voluntarios.
Han pasado dos días desde que la familia cruzó la frontera en Pacaraima. La primera noche durmieron bajo un árbol en la plaza, pero la segunda alguien le ofreció una tienda por el bebé.
“Al menos aquí puedo alimentar a mis hijos”, dijo Montero. “Aunque viva debajo de un puente, estaré bien si mis hijos tienen comida”.
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